Contrariamente a otras manifestaciones, como pueden ser la arquitectura, la escultura o la pintura, incluso cuando de la propia naturaleza nos atraen sus encantos, éstos y aquéllos nos irrumpen casi siempre a través de la mirada. Sin embargo, no pocos estaréis de acuerdo conmigo en que la poesía es diferente: la poesía suele invadirnos por y desde el sentimiento personal, algo que se comunica internamente con un extraño yo en el perfilado ejercicio a través de la simbología y de la metáfora, siempre y cuando uno sea capaz de arrancarle al diccionario la utilidad de la expresión, su legado, su estética y su ritmo.
Considero que, en esto, es muy similar a la música. Y del mismo modo que su creador, sus creadores han de hallarse en una predisposición especial para llevarlas al folio o al pentagrama, su receptor o receptores han de vivir la voluntad que le otorga su espíritu para disfrutar del mensaje. La poesía como la música son latidos internos que no pretenden otra unción en el estado anímico del receptor que aquella que despierte una predisposición fraterna, siempre, claro está, que sus comunicados aporten la virtud del mensaje.
El dualismo con que fonética y notas fraternizan, hemos de percibirlo a través de la palabra hecha ritmo y del ritmo trascrito en sonidos. No hay creación poética ni partitura musical sin despertar el estado anímico de sus creadores, no pueden percibirse sin la predisposición al ritmo y la belleza, la imagen auditiva que una y otra suponen. El poeta, como el compositor, son filtros de la entraña en sus mejores momentos de creatividad.
La poesía es una descarga psíquica que ha de generarse en el receptor casi con la misma intensidad que se manifiesta en el poeta al ser creada. De hecho nos sucede que la lectura de un poema despierta en nosotros mayor o menor afectividad y efectividad, según el momento que invada yo. No siempre estamos motivados para leer poesía; como no siempre recibimos de la música idénticas reacciones.
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